Son las cinco. Tengo puesto el guardapolvo verde y blanco, cuadrillé, y el delantal que va encima también verde, pero liso, en cuyo bolsillo delantero yace la prueba de que estuve revolcándome de lo lindo en el arenero.
Llevo el pelo corto: mi melena apenas roza mis hombros y el flequillo juega con mis cejas. En mi rostro aún está el lunar que en unos años desaparecerá.
Salgo y sé que está. Son las cinco y ella nunca llega tarde.
Entre el tumulto de padres, abuelos, tíos, hermanos y otras yerbas, veo a mi abuela.
Mi abuela, de rigurosa pollera (no la he visto y nunca la veré en pantalones), el pelo arreglado y parada elegante me está esperando.
Voy hasta ella. Ella se agacha y yo me estiro para darle un beso en la mejilla.
Nos agarramos de la mano y emprendemos el trayecto, que hacemos de lunes a viernes, hacia su casa.
Mientras caminamos, le voy contando qué fue lo que hice de interesante en el jardín y quizás ella me pone al tanto sobre alguna novedad barrial (léase, si vio alguna de mis amigas de juego).
Después de caminar dos cuadras, entramos en el kiosco “del español”. Un viejo cascarrabias, pero que me conoce tanto que sé que le caigo simpática.
Compramos las dos Titas de cada día y seguimos camino.
Ya en la esquina de su casa, veo al Sr. Baranda sentado en la silla, en el frente de la entrada de su casa, con su perro boxer echado a su lado. Salvo que llueva, él siempre se sienta un largo rato en la vereda.
Pasamos a su lado y lo saludamos. Siento que mi abuela me agarra más fuerte la mano. Le tiene terror a ese perro. “Es muy grande” suele decirme.
Llegamos. Al abrir la puerta, vislumbro a mi bisabuela (madre de mi abuela, a quien por una cuestión de comodidad también le digo ¨abuela¨, agregando sus nombres para distinguirlas) que está en la cocina preparándome el té.
Me voy sacando el guardapolvo y lo dejo sobre el sillón de mimbre que muchas veces, a la hora de la siesta un domingo o los días lluviosos, arrastro frente al televisor.
Saludo a mi (bis)abuela con un beso y me acomodo en la silla, en la mesa de la cocina. Mientras mi abuela prepara todo, charlamos un rato.
El día está hermoso, así que la puerta del patio está abierta y los rayos del sol calientan mi espalda.
Me trae el té, mi otra abuela me acerca las Titas, y mientras ellas pululan entre la cocina, el comedor diario y el comedor, yo llevo a cabo mi ritual diario de merienda. Mojo las Titas en el té, y espero que el chocolate se derrita. Embadurno mis dedos.
Mi abuela siempre se queja; yo lo sigo haciendo.
Me chupo de los dedos el chocolate y mi bisabuela, con mirada cómplice, me alcanza la rejilla, perpetuamente blanca.
Estoy terminando el té y suena el timbre. Las chicas ya me vinieron a buscar para salir a jugar a la vereda.
Salgo presurosa y despreocupada, sin darme cuenta sino hasta este momento que la felicidad es esto: Abuelas y Titas.
Llevo el pelo corto: mi melena apenas roza mis hombros y el flequillo juega con mis cejas. En mi rostro aún está el lunar que en unos años desaparecerá.
Salgo y sé que está. Son las cinco y ella nunca llega tarde.
Entre el tumulto de padres, abuelos, tíos, hermanos y otras yerbas, veo a mi abuela.
Mi abuela, de rigurosa pollera (no la he visto y nunca la veré en pantalones), el pelo arreglado y parada elegante me está esperando.
Voy hasta ella. Ella se agacha y yo me estiro para darle un beso en la mejilla.
Nos agarramos de la mano y emprendemos el trayecto, que hacemos de lunes a viernes, hacia su casa.
Mientras caminamos, le voy contando qué fue lo que hice de interesante en el jardín y quizás ella me pone al tanto sobre alguna novedad barrial (léase, si vio alguna de mis amigas de juego).
Después de caminar dos cuadras, entramos en el kiosco “del español”. Un viejo cascarrabias, pero que me conoce tanto que sé que le caigo simpática.
Compramos las dos Titas de cada día y seguimos camino.
Ya en la esquina de su casa, veo al Sr. Baranda sentado en la silla, en el frente de la entrada de su casa, con su perro boxer echado a su lado. Salvo que llueva, él siempre se sienta un largo rato en la vereda.
Pasamos a su lado y lo saludamos. Siento que mi abuela me agarra más fuerte la mano. Le tiene terror a ese perro. “Es muy grande” suele decirme.
Llegamos. Al abrir la puerta, vislumbro a mi bisabuela (madre de mi abuela, a quien por una cuestión de comodidad también le digo ¨abuela¨, agregando sus nombres para distinguirlas) que está en la cocina preparándome el té.
Me voy sacando el guardapolvo y lo dejo sobre el sillón de mimbre que muchas veces, a la hora de la siesta un domingo o los días lluviosos, arrastro frente al televisor.
Saludo a mi (bis)abuela con un beso y me acomodo en la silla, en la mesa de la cocina. Mientras mi abuela prepara todo, charlamos un rato.
El día está hermoso, así que la puerta del patio está abierta y los rayos del sol calientan mi espalda.
Me trae el té, mi otra abuela me acerca las Titas, y mientras ellas pululan entre la cocina, el comedor diario y el comedor, yo llevo a cabo mi ritual diario de merienda. Mojo las Titas en el té, y espero que el chocolate se derrita. Embadurno mis dedos.
Mi abuela siempre se queja; yo lo sigo haciendo.
Me chupo de los dedos el chocolate y mi bisabuela, con mirada cómplice, me alcanza la rejilla, perpetuamente blanca.
Estoy terminando el té y suena el timbre. Las chicas ya me vinieron a buscar para salir a jugar a la vereda.
Salgo presurosa y despreocupada, sin darme cuenta sino hasta este momento que la felicidad es esto: Abuelas y Titas.