En mi casa hay varios espejos: el de mi habitación tiende a alargar todo lo que refleja, el del living hace todo lo contrario y el del baño depende desde dónde te mires te devuelve una imagen distinta ya que tiene una cierta imperfección en el centro.
Si le pido a tres personas que me describan físicamente, todas coincidirán en las cosas generales – cabello castaño, ojos grandes y oscuros, nariz prominente – pero es posible que no estén de acuerdo en los pequeños detalles. Quizás uno sufre de astigmatismo, quizás otro me quiera mucho, quizás otra me odie, y su visión de cómo soy estará influida por sus emociones.
El charco que se formó por la lluvia en la puerta de mi edificio me mostraba ayer más morena de lo que mis espejos me muestran y de lo que las tres personas dirían de mí. El reflejo del vidrio de la puerta de mi oficina me hace ver algo granulada. Y, a veces, si estoy contenta, no importa dónde me mire, me veo linda.
Pero no hace diferencia cuánto lo intente, es irrelevante en dónde me mire, la realidad – si es que acaso existe una – es que nunca sabré positivamente cómo luce mi rostro.