Creo que he tenido buena suerte en haber nacido y crecido en Argentina en lugar de, por ejemplo, París.
Si me hubiese criado aquí, probablemente tendría otra opinión sobre el romanticismo, el amor, el matrimonio, etc. Probablemente me hubiese enamorado innumerable cantidad de veces, y mi corazón estaría en tan mal estado, que estaría en la lista de espera del INCUCAI francés.
Me hubiese enamorado cuando niña de los dulces chicos parisinos, que llevan jeans y mocasines y una camisa oscura metida dentro del pantalón, y que llevan sus rulos enmarañados, que no tienen casi contacto con la televisión y juegan solos en la quietud de su cuarto.
En el secundario, me hubiese enamorado una incontable e insoportable cantidad de veces de esos chicos magros, de igual cabello enmarañado, ya un poco más largo, que pasean su rebeldía en los parques.
Y en la universidad...Ah... ¡la universidad! Jamás me hubiese podido recibir. Me habría pasado los años mirando de reojo la nuca de un compañero que apenas escondería sus rasgos angulosos a través de una gruesa bufanda. Hubiese desfallecido de amor al ver a otro leyendo o escribiendo en el café cercano a la facultad.
Y luego, sentiría mi corazón quebrarse en cada viaje en metro, en cada concierto, hasta en el supermercado.
No, vivir en París no sería posible para mí.