La búsqueda de la vida eterna ha sido constante desde tiempos inmemoriales. El humano tiene problemas en aceptar su propia fecha de vencimiento. Siempre existe, salvo en el caso de los suicidas y algún que otro caso excepcionalísimo, la fantasía de ser muy longevo y quizá también, el deseo de no morir nunca.
En la actualidad, hay una generalizada preocupación por la eterna juventud. Una suerte de aggiornada historia de Dorian Gray. Esta preocupación es una manifestación de esa ilusión de la vida eterna.
Matusalén supuestamente vivió 969 años. Seguramente la gente de su “barrio” fue falleciendo (teniendo en cuenta la paupérrima esperanza de vida de esa época, que no debería superar los 35 años). También fueron falleciendo sus hijos, sus nietos, sus bisnietos… Quizá lo conocían como “el inmortal” o “el que no se muere nunca” o “forever and ever”… Es posible que para él, la inmortalidad no fuese algo tan lejano. Tal vez, al cumplir los doscientos años se dijo “Ya está, estoy acá para siempre”.
La verdad es que, uno no sabe si es mortal o inmortal hasta que efectivamente se muere. Es en ese preciso instante, en el cual expiramos, que se comprueba fatalmente que los dioses del Olimpo no nos han beneficiado con ese don, y que somos simples mortales.
Visto de esta manera, todos somos potencialmente inmortales.