Juliano aún vivía con su madre. Una anciana mujer de casi noventa a os que seguía recriminándole el sufrimiento que había pasado al parirlo. Los fórceps con el paso de las décadas, se fueron volviendo más y más grandes, y por lo tanto, el dolor iba en aumento, a pesar de que existe la impresión de que el paso del tiempo evapora o relativiza cierto recuerdos.
Claramente, éste no era el caso. No. Irene, la madre de Juliano, era un ser caprichoso, egoísta y rencoroso, que más allá de haber pasado a os enteros diciendo que quería vivir sola de una vez por todas, no toleraba la idea de quedarse viviendo en esa casa tan grande de la calle Bacacay. No era cariño hacía su hijo: era pavor a la soledad y a enfrentarse a la triste realidad de que estaba sola y no habría nadie para ayudarla y que tendría que vivir con su mísera jubilación.
Juliano, adoraba a su madre y no se imaginaba dejándola. Siempre interpretó las anécdotas tétricas de su nacimiento como una gracia, no como un reproche. Para sus oídos todo ese relato tenía una nota de comicidad, nunca de odio oculto.
Para él, la vida junto a su viuda madre era lo más natural. Se reconocía solterón y no se veia residiendo en otro lugar.
Arístides, en cambio, era un hombre de familia. Ya había festejado las bodas de plata hacia más de dos lustros.
Sus tres hijos ya habían formado sus propias familias y tenía tres nietos. Sus hijos lo trataban cariñosamente de "señor" aunque el nunca se lo impuso.
Sus nietos le decía "Abu Ari", y adoraban las tardes en su casa, las vueltas en calesita y los caramelos sugus que sus abuelos guardaban en un frasco en una repisa en la cocina.
Los padres de Arístides habían fallecido hacía ya un buen tiempo, por lo que la relación de Juliano con su madre le parecía de ficción, aunque nunca se lo dijo.
Asimismo, Arístides, tenía un amante. Según él, todo filósofo debía tener un amante. Era imperativo experimentar el amor en todas sus expresiones.
Por eso, en su vida, a parte de Carmen, su mujer, sus hijos y sus nietos, estaba Pablo.
Claramente, éste no era el caso. No. Irene, la madre de Juliano, era un ser caprichoso, egoísta y rencoroso, que más allá de haber pasado a os enteros diciendo que quería vivir sola de una vez por todas, no toleraba la idea de quedarse viviendo en esa casa tan grande de la calle Bacacay. No era cariño hacía su hijo: era pavor a la soledad y a enfrentarse a la triste realidad de que estaba sola y no habría nadie para ayudarla y que tendría que vivir con su mísera jubilación.
Juliano, adoraba a su madre y no se imaginaba dejándola. Siempre interpretó las anécdotas tétricas de su nacimiento como una gracia, no como un reproche. Para sus oídos todo ese relato tenía una nota de comicidad, nunca de odio oculto.
Para él, la vida junto a su viuda madre era lo más natural. Se reconocía solterón y no se veia residiendo en otro lugar.
Arístides, en cambio, era un hombre de familia. Ya había festejado las bodas de plata hacia más de dos lustros.
Sus tres hijos ya habían formado sus propias familias y tenía tres nietos. Sus hijos lo trataban cariñosamente de "señor" aunque el nunca se lo impuso.
Sus nietos le decía "Abu Ari", y adoraban las tardes en su casa, las vueltas en calesita y los caramelos sugus que sus abuelos guardaban en un frasco en una repisa en la cocina.
Los padres de Arístides habían fallecido hacía ya un buen tiempo, por lo que la relación de Juliano con su madre le parecía de ficción, aunque nunca se lo dijo.
Asimismo, Arístides, tenía un amante. Según él, todo filósofo debía tener un amante. Era imperativo experimentar el amor en todas sus expresiones.
Por eso, en su vida, a parte de Carmen, su mujer, sus hijos y sus nietos, estaba Pablo.
♣
La conspiración de los filósofos - Parte I