lunes, octubre 06, 2008

Arte

Sintió un arañazo en la espalda. Llevó su mano derecha hacia atrás, por abajo, formando una V a la altura del codo. Rozó su cintura. Nada. Y entre los omóplatos es donde sitió la humedad. Y la densidad de la sangre. Trajo para adelante la mano. La alzó a la altura de los ojos, los que tuvo que entrecerrar porque el sol lo enceguecía. Y sí. Pudo ver rojo. Pudo oler rojo. Pudo casi saborear en la parte trasera de su lengua el rojo. Casi que pudo oírlo.
Temió darse vuelta y averiguar quién había sido el autor del zarpazo. Y la sangre que se secaba en las yemas de sus dedos no delataba a nadie. Ni a nada.
Y sintió otro arañazo. Ahora en la parte baja de la espalda. A la altura del cóccix. Y no tuvo que utilizar el tacto para darse cuenta de que sangraba.
Sentado en el suelo, levemente inclinado hacia atrás, apoyándose en sus manos posicionadas apenas atrás de su cadera, siguió soportando los golpes de cilicio que se hicieron cada vez más asiduos.
Hasta que su espalda fue un cuadro abstracto con lineas desperdigadas en distintas tonalidades de rojo. Y finalmente se acostó sobre la tela blanca.

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