miércoles, enero 04, 2006

A la hora indicada

Acabo de escuchar un sonido de mi infancia. Después de muchos años, escucho la música del afilador. Pero no es la hora de la siesta.
Estoy parada en la puerta de una casa, a las siete de la tarde. Es la hora indicada.
Para romper con mis (malos) hábitos, he sido puntual. Recién toque el timbre y estoy esperando algún tipo de respuesta.
Estoy frente a una puerta de madera pintada de blanco, que tiene una ventana mediana en lo alto con vidrios opacos y rejas desteñidas.
Presiono de nuevo el timbre. Nada.
Apoyo mi cabeza sobre la puerta. El afilador consiguió un potencial cliente en la vereda de enfrente, por lo que en la cuadra hay un relativo silencio.
Trato de concentrarme en la puerta, trato de distinguir algún sonido. Nada.
Ni la radio prendida para escuchar el noticiero de las siete. Ni el televisor. Nada.
Tras la puerta ya no hay nada. La casa vacía.
Seguir tocando el timbre no sirve de nada.
Me siento en el escaloncito del porche, donde solía sentarme a ver las hormigas en las tardes de aburrimiento.
Apoyo mi espalda en la pared, mirando hacia la esquina despojada ya de árboles y escucho como el afilador se aleja.

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