domingo, enero 28, 2007

Vivaldi

Los barrotes blanco, presentaban manchones. En aquellos lugares donde las manos se aferran, la pintura blanca había desaparecido.

En cada caño blanco vertical, un par de manchas oscuras. El desgaste del manoseo diario parecía casi increíble.

Con el solo asirse, durante un largo tiempo, la pintura se había esfumado e ido en las manos de todos aquellos que pasaron por allí.

Sin haberlos manchado.

Sin que sus manos se tiñesen de blanco.

Eso pensaba mientras escuchaba música y miraba hacia el frente, apoyada la espalda sobre el asiento rígido de madera.

Amalia se había quedado pintando. Pensó en sus ojos verdes, que en su recuerdo parecían aún más grandes que los lamparones oscuros en los que se había fijado hacía instantes.

Amalia estaría pintando. Posiblemente con la remera negra, agujereada, que alguien le regaló años atrás.

Trató de recordar si alguna vez había sabido quién había sido la persona que había hecho el obsequio.

Pero está confundido. No sabe si es que sabe o si está imaginando que sabe.

Amalia pintando en su remera negra regalada.

Seguramente ella también está escuchando música. Hoy es un día de Kyuss. A diferencia de muchos, ella prefiero escuchar Kyuss de día. Especialmente los días soleados. Quizá con alguna nube.

Hoy, el cielo está celeste, salvo por unas nubes dispersas.

Amalia pintando en su remera negra, escuchando Kyuss.

Él, sentado, mirando al frente, pensando en ella. Escucha la música tan alto que la persona a su lado, mueve la cabeza al ritmo.

El tiempo pasa y él no puede evitar pensar en ella.

Amalia estará retocando ese cuadro que terminó hace más de un mes. No termina de convencerle. Se sienta casi todos los días frente a él, lo observa un rato. Y luego hace algún ajuste.

Se imagina las piernas lisas de Amalia. Con el olor a durazno de esa crema nueva que se compró. La remera negra no es muy larga. Y a ella le gusta andar en bombacha y remera por la casa.

Amalia pintando. Con su remera negra. Aroma a durazno y quizá en puntas de pie, alejándose del cuadro para verlo mejor.

Y los ojos verdes.

Amalia mirando hacia el costado. Hacia el espejo. Y en el reflejo, los ojos de Amalia. Los ojos verdes de Amalia. Y allí, pudo verlo. Atrás de ella. Puedo verlo a través del reflejo, en sus ojos. Él está ahí. Caminando hacia ella, abrazándola. Puede ver su cara. Ella lo está observando, besando...

Sigue mirando mentalmente la escena y no puede evitarlo. En la próxima estación se baja del subte y sube las escaleras rápidamente.

Sale a la calle. Corre. Llega agitado al edificio.

En realidad no había pasado tanto tiempo. Sólo dos estaciones.

Apreta ansioso el botón del ascensor. Estaba en el quinto. Decide ir por la escalera. Sube los tres pisos.

Llega hasta la puerta del departamente. Abre torpemente. Se avalanza. No la ve. No lo ve. Va hacia la habitación. Nada. Nadie.

No está.

Ni rastros de Amalia. Ni de sus cuadros. Ni de sus pinturas. Ni de su remera negra. Hasta pareciera que el olor a durazno se hubiese desvanecido.

Amalia lo dejó. Y en sólo dos estaciones.

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